jueves, 7 de enero de 2010

Disponer del propio cuerpo. Consideraciones éticas sobre Eutanasia y Muerte digna.

Raúl Villarroel
Magíster en Bioética y Doctor en Filosofía. Director del Centro de Estudios de Ética Aplicada de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Email: rvillarr@uchile.cl


I

“Mors cita et sine cruciatu”, “una muerte rápida y sin dolor”, así se refería el emperador romano Augusto, en los inicios de la era cristiana, al hecho terminal que hoy conocemos con el nombre de Eutanasia, o “buena muerte”, según una traducción literal del griego. Se dice que habría sido el autor griego Posídipo el cómico quién habría empleado por primera vez el término, durante el siglo IV a.C . (1)

El primer empleo de la palabra eutanasia -por Posídipo el cómico- vino menos de cuarenta años después de la muerte de Alejandro Magno. Se debieron avanzar otros cuatrocientos años, sin embargo, para encontrar el primer empleo exacto de la palabra en su connotación moderna. Suetonio, historiador y biógrafo romano de la época del emperador Trajano, escribiendo en latín en el año 120 d. C., usó la palabra griega refiriéndose al tipo de final al cual el Emperador Augusto (2) a menudo se refería como "mors cita et sine cruciatu", una muerte rápida y sin dolor . (3)

En verdad, son innumerables los episodios de esta historia ocurridos hasta nuestros días. Intentar dar cuenta de su desarrollo sería una empresa inabarcable. Si miramos hacia las raíces de nuestra tradición occidental, podemos advertir que en Grecia y Roma algunas prácticas como el suicidio y la eutanasia no parecían del todo aberrantes. Ciertamente es con el judaísmo y el advenimiento del cristianismo que se instala y consolida en Occidente la noción de santidad de la vida humana y se establece la prohibición de que se pueda actuar sobre ella con fines de aniquilamiento, fundamentalmente porque ello implicaría la usurpación de un derecho y una potestad divinos. La inviolabilidad de la vida humana pasa a ser de este modo una convicción que prevalecerá hasta comienzos de la era moderna, cuando, en el siglo XVI, Tomás Moro, en su famosa obra Utopía presenta a la eutanasia para los enfermos incurables como una de las instituciones importantes de su imaginada sociedad.

En todo caso, como bien sabemos, hay capítulos relevantes en esta historia y son éstos, precisamente, los que nos mueven a pensar más radicalmente. Podríamos, de manera sucinta, reconocer la existencia de cuatro grandes períodos en los que el término eutanasia ha sido empleado, partiendo por su uso inicial en el período grecorromano y vinculado a la noción del cuidado de sí, la epimeleia heautou que tanto inquietara a Foucault; pasando por su empleo ascético-religioso acontecido entre el período protocristiano y el Renacimiento; siguiendo luego con la apropiación decididamente médica del término acontecida entre los siglos XVI y XVIII y, finalmente, su dispersión semántica y su ingreso problemático en los ámbitos médico, ético, jurídico y social en la época contemporánea.

Históricamente, la eutanasia siempre ha sido un tema de discusión, que se refiere al final de la vida y que nos conmueve en lo más esencial pues todos hemos de enfrentar la muerte en algún momento, siendo que entendemos que más que la simple extinción física, ella también tiene sus complejas implicancias culturales y sociales.

Como se sabe, etimológicamente el término eutanasia no significa más que buena muerte. Pero, una cierta equivocidad de esta transcripción literal ha conducido a la formulación de variadas interpretaciones de su sentido, que han intentado especificar su alcance. Así es como hoy se suele diferenciar entre una eutanasia activa y otra pasiva, o una directa y otra indirecta, o voluntaria e involuntaria, que son calificativos recurrentes. Se han acuñado, además, algunos conceptos derivados: como ortotanasia (muerte digna, en condiciones paliativas del sufrimiento), distanasia (prolongación artificial de la vida biológica de pacientes terminales o con padecimientos irrecuperables) y cacotanasia (precipitación deliberada de la muerte sin voluntad del moribundo). Podemos coincidir en definir el hecho así llamado eutanasia como aquel que está referido al acto u omisión destinados a provocar la muerte de un paciente que experimenta un sufrimiento insoportable o una degradación insostenible, situaciones que se ven agravadas cuando han alcanzado una etapa terminal e irresoluble.

Sabemos también que en algunos países, como Holanda, por ejemplo, dicha práctica no es objeto de penalidad si los actos u omisiones cumplen con ciertos requisitos establecidos en la legislación y que permiten a las instancias jurídicas y a la respectiva asociación médica nacional calificar el acontecimiento como legal y legítimo. Bastando para ello que el enfermo esté afectado de un sufrimiento intolerable, que haya expresado su deseo de morir de manera voluntaria, persistente, sostenida, al margen de toda coacción, manifiesta o velada, y que sus expectativas de mejoría o recuperación sean definitivamente nulas.

Ahora bien, se podría suponer que la experiencia holandesa muestra con suficiencia que el tema alcanza un punto de resolución en la simple convergencia de enfoques médicos y jurídicos. Por lo mismo, se podría presumir también, que los dilemas éticos a que a menudo da lugar quedan igualmente superados, con lo cual la práctica de la eutanasia adquiriría estatuto plenamente legal ya que constituiría una cuestión reflexionada en profundidad, racionalmente administrada y justificada moralmente en tales condiciones. No obstante, tal vez no se debiera suponer que, por ello, es un asunto sancionado de manera definitiva, que no deja margen alguno sobre el cual seguir reflexionando y que ya no es posible acceder a nuevas interrogantes respecto de su sentido y sus alcances o consecuencias.

En el debate actual acerca del problema adquieren vigencia posiciones generalmente inconmensurables y llenas de pasión, que muestran lo difícil que resulta distanciarse de la pulsión por defender intereses doctrinarios o confesionales y mirar con serenidad y plena lucidez un asunto tan controversial como éste. La discusión pública y privada de nuestro tiempo se ve, además, fuertemente determinada por la irrupción de las nuevas tecnologías que han redefinido el panorama de la biomedicina, modificando las concepciones de la vida y de la muerte, diluyendo los límites en que antaño los seres humanos se aproximaban y experimentaban tales circunstancias. Contribuye a complejizar aún más esta ya enmarañada cartografía, la emergencia de nuevas perspectivas de análisis de los problemas que son el producto del decantado histórico de la moralidad occidental y que han dado lugar a una creciente institucionalización de una perspectiva de derechos humanos y un resguardo de la autonomía individual que se traduce en la convicción acerca de la insuperable dignidad de la vida humana que el mundo moderno heredara del pensamiento del filósofo Immanuel Kant.

II

La historia de la muerte en Occidente muestra que ella ha pasado de ser un hecho íntimo, doméstico y natural, a motivo de perplejidad, confusión y experiencia de fracaso, o rotunda negación y rechazo sobre todo cuando pone en evidencia la incapacidad de los medios técnicos y científicos para resolverla de manera definitiva. En este contexto tecnocientífico la muerte se convierte en una anomalía, representa la insuficiencia de un saber y de una razón instrumentales.

Es que, a partir de la revolución industrial ha cambiado realmente la experiencia de la muerte en la vida del hombre, y no sólo porque se han transformado los rituales asociados anteriormente al hecho mismo sino porque en las nuevas condiciones del mundo el caso mortal ha pasado a formar parte de una empresa técnica de producción industrial puesto que el morir se ha convertido en uno de los innumerables procesos productivos de la vida económica moderna. La administración de la muerte que constituye la prolongación artificial de la vida determinada por las implementaciones técnicas y toda la química sedativa representa un desdibujamiento de la experiencia del yo. El mantenimiento artificial de las funciones vegetativas del organismo convierte el hombre en un simple eslabón dentro de un proceso mecánico, ante el cual no puede comparecer propiamente.

Éstas y otras razones semejantes, obligan a seguir profundizando el debate acerca de la legitimidad o ilegitimidad de la eutanasia. Son todas estas consideraciones de profundo trasfondo filosófico las que desvían la orientación de la discusión desde las simples convicciones a partir de las cuales se defienden unas posiciones u otras y nos conducen inevitablemente a una reflexión de existencia tan antigua como el mundo respecto del sentido de la vida y de la muerte.

Es necesario asumir una experiencia límite como ésta, más allá de la cual sólo se asoman los discursos religiosos, abriendo espacio al pensamiento filosófico, promoviendo todas sus interrogantes, sus motivos y avances racionales acerca de lo que no muere y lo que sí está sometido a la muerte.

Fue Heráclito, el pensador griego, quien por primera vez encaró con audacia la unión interna de la vida y de la muerte, de los inmortales y los mortales (4) . La serenidad con que Sócrates prefiere la muerte a la deshonra que significan las soluciones alternativas que le ofrecen sus parientes y cercanos, se convierte en un ejemplo para todas las generaciones posteriores. Hasta en el suicidio -que no le estaba prohibido- se pone de manifiesto su libre decisión frente al morir. Epicuro, por su parte, considera el miedo a la muerte -que nos hace creer que existen cosas terribles tras ella- como algo absurdo, puesto que la muerte no es de hecho un mal. “La muerte ya no es nada para nosotros. Cuando se presenta, ya no somos” afirma en su famosa Carta a Meneceo. Ahora, no deja de ser relevante que durante la Antigüedad a la muerte se la haya imaginado y representado como hermana del sueño y no como el horripilante esqueleto con que se la simbolizó posteriormente en el Medioevo cristiano.

De hecho, en esta estrecha relación que la filosofía ha mantenido con la muerte, incorporándola como una de sus preocupaciones esenciales, la eutanasia no ha estado ausente. Diego Gracia (5), el afamado bioeticista español, nos muestra que desde sus orígenes la medicina occidental, en profundo vínculo con la filosofía, ha sido una ciencia eutanásica.

Platón, en el libro IV de La República (444d,e), establece la analogía justicia/salud, injusticia/enfermedad; la ciudad perfecta está compuesta de hombres sanos; por tanto, en una sociedad bien ordenada los médicos no tienen cabida. En otro lugar, Platón pone en boca de Asclepio las reglas de la medicina “únicamente para estos seres (seres sanos que han contraído alguna enfermedad) y para los que gocen de esta constitución” y no para “las personas crónicamente minadas por males internos” incapaces de desempeñar funciones, quienes “no deben recibir cuidados por ser personas inútiles, tanto para sí mismas como para la sociedad”. Así que la función del médico es estrictamente eutanásica.

Averroes, el gran filósofo y médico medieval, nacido en la ciudad de Córdoba, era decidido partidario de la eutanasia y consideraba que los médicos debían contarla entre sus funciones y practicarla. En su Exposición de La República de Platón (6) reitera que los nacidos sólo deben existir con el fin de ser miembros reales de la sociedad y que sin tal finalidad la muerte es preferible a la vida, así como también que la sociedad es como un cuerpo que necesita desprenderse de los miembros enfermos así como ocurre en el caso de los enfermos.

En diferentes textos griegos se muestra que en la organización de la polis la función de los médicos era distinguir entre los enfermos curables y sanarlos, y los que no lo eran y dejarlos morir. El desahucio y la eutanasia son cercanos en la literatura antigua. En un texto de Séneca podemos leer lo siguiente: “La única diferencia que media entre el magistrado y el médico consiste en que éste, cuando no puede dar la vida, procura dulcificar la muerte y aquél añade a la muerte del criminal la infamia y la publicidad” . (7)

Ya en siglo el XVI, se ha atribuido al filósofo británico Francis Bacon, gran reformador del método científico, el haber acuñado el término eutanasia en su obra El avance del conocimiento. Señala Bacon: “Estimo que el oficio del médico no es únicamente restablecer la salud, sino también mitigar los dolores y los sufrimientos; y esto no sólo cuando este alivio del dolor contribuya y conduzca a la recuperación, sino también cuando sirve a una muerte dulce y apacible”, pues esta eutanasia no es una parte menor de la felicidad . (8)

Sin necesidad de recurrir a otros ejemplos semejantes, que contribuirían a abultar considerablemente este relato, podemos señalar que la historia de la eutanasia nos es casi completamente desconocida; debido principalmente al tabú que sobre ella recayera hasta mediados del siglo anterior, lo que la emparentaba directamente con la sexualidad, el otro gran tema guardado en el desván de la conciencia humana. Es notable la agitación del debate que se produce a partir de los años sesenta en el mundo, coincidentemente con la irrupción de una nueva manera de mirar los problemas de la vida y de la muerte, de una nueva manera de enfrentar el derecho a disponer del propio cuerpo.

III

La eutanasia es hoy en día uno de los temas más discutidos en este sentido. Las posibilidades de intervención cada vez más agresiva que la tecnociencia biomédica, en busca del doble deseo de recuperar la salud y combatir la enfermedad, han puesto de relevancia aquel borde problemático no contemplado en épocas anteriores, en el que el deber de la beneficencia adquiere una fisonomía tan difusa que se le puede llegar a confundir con la propia maleficencia. Claramente la futilidad de algunas prácticas e intervenciones médicas, el riesgo de ensañamiento asociado a la extensión irrestricta del deber profesional, abre la perspectiva de una cuestión de suyo dilemática como es la eutanasia. Y dilemática porque no se trata de un problema cualquiera (ningún dilema no lo es). Un dilema es un cierto tipo de problema que aún cuando pueda alcanzar eventualmente un punto de resolución, continúa generando incomodidades, expectativas, ya que sus soluciones no son sino transitorias e imperfectas (9) . Este carácter aporético de todo dilema, hace que su solución resulte inalcanzable para la racionalidad instrumental y que cualquier intento de respuesta que se sitúe más allá o más acá de una reflexión de fundamentos, de una reflexión auténticamente filosófica, sea irremediablemente vano y estéril. Es el caso de la eutanasia.

Sabemos que en determinadas circunstancias parece preferible y razonable no apropiarse de nada (eso sería la muerte), que verse obligado a asumir como propio un modo de vida que se considera humillante, indigno e inhumano. Es, justamente, esta certeza la que ha venido promoviendo, paulatinamente a partir del siglo anterior, la generación de movimientos y perspectivas que exigen respeto a la decisión autónoma de los pacientes terminales que aspiran a que su voluntad quede plasmada y legitimada en diversos documentos -testamentos vitales, autorizaciones judiciales, directivas anticipadas de no reanimación- que avalen el “derecho humano” de morir dignamente o de vivir del modo más digno los últimos momentos de la propia vida; es decir, a disponer del propio cuerpo, hasta en las postrimerías de la existencia, escapando con ello a las diversas formas de aherrojamientos que sobre él se han dejado caer a lo largo de la historia de la humanidad. Ya suficientes páginas se han escrito respecto de este tema en las últimas décadas, siendo autores como Foucault o Agamben quienes mejor han puesto en evidencia la tragedia de una corporalidad sometida al poder, el oscurecimiento de la vida desnuda cuando ésta es gubernamentalizada. La tesis biopolítica foucaultiana, radicalizada posteriormente por Agamben hasta la figura del homo sacer, es testimonio de ello. “La vieja potencia de la muerte, en la cual se simbolizaba el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida” nos dice Foucault (10) . O, como lo diría Agamben, se trata de “la creciente implicación de la vida natural del hombre en los mecanismos y los cálculos del poder” . (11)

Buena parte de los conflictos de nuestro tiempo, entre otros el de la eutanasia, naturalmente, se inscribe en un determinado ámbito de problemas en el que gravita críticamente la cuestión de los derechos. Ello, al parecer, ha llegado a convertirse en un eje central para establecer la legitimidad de todo parámetro con que se escrute el presente y se proyecte el futuro de la humanidad. Sin duda, en nuestra época, la temática de los derechos es clave ineludible de comprensión para el fenómeno humano en todas sus dimensiones, y se perfila marcadamente como herramienta normativa privilegiada y estrategia fundamental de resolución de las diferencias de opinión y de los conflictos de interés.

El fortalecimiento de la cuestión de los derechos surge precisamente porque ninguna de las éticas habidas con anterioridad podría, a estas alturas, orientar suficiente y unitariamente nuestro comportamiento ya que los problemas contemporáneos se plantean en un marco fragmentado de perspectivas de moralidad y de desintegración de los antiguos vínculos y creencias. Todo ello indisolublemente ligado al descrédito y a las transformaciones acontecidas en el espacio de las convicciones éticas tradicionales del mundo occidental.

El “derecho a la vida” es un término que tiene un sentido negativo, pues se refiere a que nadie tiene derecho ni a atentar contra la integridad física, ni a poner fin a la vida de otro. Los derechos son transitivos, es decir se tienen frente a otros. No se pueden usar éstos derechos para prohibir actos intransitivos; éstos deben ser gestionados de forma privada, ni se pueden utilizar para evitar que cada uno gestione su vida y su muerte.

IV

La discusión acerca del derecho a “morir con dignidad” nos muestra una vez más que en los actuales escenarios diseminados de la moral -donde el pluralismo y la diversidad se imponen– los conflictos y las divergencias pueden tornarse inconmensurables si se tienden a enfrentar a partir de afanes de hegemonía doctrinaria o ideológica, y si se pretende validar, universalmente, aspiraciones más bien propias de círculos endogámicos de reproducción de normas.

Cuando se busca conculcar el derecho de las personas a preferir una muerte digna antes que cualquier forma objetivamente miserable de sobrevida, tratando de impedir que ello pueda llegar a ser decidido con lúcida anticipación y de manera voluntaria a través de una decisión autónoma, mediante el argumento que tras suyo se ocultaría una búsqueda de amparo para un ejercicio irrestricto y solapado del vulgar asesinato, se podría estar incurriendo en una grave confusión conceptual y, quizás, hasta en un temor infundado.

Ahora bien, con ello queda en evidencia que se está recurriendo a una estrategia argumental bastante conocida, consistente en instalar referentes indiscutibles para el debate concerniente a los asuntos públicos, apelando de modo falaz a unos principios o máximos de moralidad que teóricamente conferirían de manera inequívoca y exclusiva la sustentabilidad ética requerida por el entramado social. Implicando de paso en tal argumentación, la advertencia relativa al peligro de que si éstos llegaran eventualmente a ser desconocidos en las decisiones, o trasgredidos en la praxis, sobrevendría inevitablemente la crisis y el hundimiento de las costumbres. Ésta es la famosa idea de la “pendiente resbaladiza”. “¿Podría alguien imaginar que estoy violando los planes de la Providencia o maldiciendo el orden de la creación porque yo deje de vivir y ponga punto final a una existencia que, de continuar, haría de mí un ser desdichado?” se preguntaba David Hume, porque “Si el disponer de la vida humana fuera algo reservado exclusivamente al Todopoderoso, y fuese un infringimiento del derecho divino el que los hombres dispusieran de sus propias vidas, tan criminal sería el que un hombre actuara para conservar la vida, como el que decidiese destruirla” . (12)

Sin embargo, parece claro que no es únicamente desde el dispositivo de la racionalidad técnica, propio y característico del saber científico y biomédico, ni tampoco desde el espacio cerrado de las confesiones y las doctrinas sectoriales desde donde se puede acceder a las cuestiones de bien público, propias de una sociedad civil, que debe ser comprendida en nuestro tiempo a partir del pluralismo que la define en esencia y la perfila categóricamente como una entidad abierta a todas las posibilidades interpretativas y dispuesta para admitir los debates multilaterales que sean necesarios para su mejor desarrollo.

Querer cerrar la discusión o el diálogo en torno a convicciones particulares, por legítimas que éstas puedan resultar, no puede ser visto sino como un afán determinado por el puro interés, siempre proclive a teñirse de parcialidad y que amenaza la necesaria convivencia que debemos cuidar para esa condición de “extraños morales” que hemos alcanzado en el mundo actual, donde nuestras diferentes pretensiones de validez ya no pueden prescindir del horizonte dialógico en el que tienen que converger, si se orientan de verdad al consenso y valoran seriamente la posibilidad del mutuo entendimiento.

Por lo mismo, el reconocimiento de un derecho a morir con dignidad no puede convertirse en la arena de unas discusiones sin fin que terminen -en razón de mezquinas identidades- por perder de vista y desconocer el compromiso esencial de la sociedad y del Estado con el derecho constitucional del individuo a responder autónoma y libremente ante lo que le afecta y le concierne, más aún si se trata de su propia vida y de la continuidad de unas condiciones mórbidas y de unos padecimientos que en algunas ocasiones pueden tornarla invivible.

Los Estados y la ciencia médica -sin más compromiso que el que emerge de su naturaleza social- deben pronunciarse frente a la posibilidad de procurar las instancias regulatorias y las garantías pertinentes para el ejercicio de una facultad tan fundamental como es la de mantener, hasta en el momento de la muerte, el derecho a disponer del propio cuerpo, y que hoy podemos cautelar de la mejor manera auxiliados por el saber de la medicina y la proliferación de las técnicas asistenciales terminales más refinadas y cuidadosas de que disponemos, para cumplir la voluntad de morir, al menos en ciertos casos, conforme a la propia aspiración.


Santiago de Chile, noviembre de 2009.

(1) Cfr. ESCOBAR, J. «Morir como ejercicio final del derecho a una vida digna». Ediciones El Bosque. Santafé de Bogotá. 1998. Págs. 119 y ss.
(2) Cfr. la serie de biografías de los primeros doce emperadores romanos -de Julio César a Domiciano- escrita por Suetonio: «La vida de los doce Césares» (De vita Caesarum) § 99. Ver referencia en: http://penelope.uchicago.edu/Thayer/E/Roman/Texts/Suetonius/12Caesars/Augustus*.html
(3) "A Quick and Painless Death" Richard H. Nicholson; The Hastings Center Report, Vol. 23, 1993
(4) Cfr. GADAMER, H-G. «El estado oculto de la salud». Gedisa. Barcelona. 1996. Págs. 77 y ss.
(5) Cfr. Diego Gracia, “Historia de la eutanasia”, en URRACA, S. «Eutanasia hoy. Un debate abierto». Noesis. Madrid. 1995 (citado por Escobar, J. Op. Cit.)
(6) Versión castellana en Tecnos, Madrid, 1996.
(7) Séneca, «De ira», libro I, c. 6. Versión electrónica en http://www.cervantesvirtual.com
(8) Francis Bacon sostiene: “Nay further, I esteem it the office of a physician not only to restore health, but to mitigate pain and dolors; and not only when such mitigation may conduce to recovery, but when it may serve to make a fair and easy passage”, en BACON, F. «The advancement of learning» capítulo X, 7. Versión tomada de http://www.gutenberg.org
(9) Cfr. LOLAS, F. «Bioética y antropología médica». Mediterráneo. Santiago. 2003. Pág. 95.
(10) FOUCAULT, M. «Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber». Siglo XXI. Madrid. 1995, p. 169.
(11) AGAMBEN, G. «Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida». Pre-textos. Valencia. 2003, p. 151.
(12) HUME, David. «Sobre el suicidio y otros ensayos». Alianza. Madrid. 1989. pp. 127-128.

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